Bar


El jubilado asoma por la puerta del bar y se queda mirando al infinito, el cuello levemente estirado. Gloriosa estampa, si no fuera porque a escasos 90 centímetros del Bar Rosales construyeron un muro. De eso hace unos veinticinco años, pero los clientes (todos hombres y viejos) parecen empeñarse en ignorarlo, continúan charlando frente al recubrimiento pétreo de la Ronda del Mig que un remoto alcalde planificó sin pensar en gente como ellos. La miserable luz de 25w. con la que apenas distinguen el cinco de oros (o el pito doble) rebota contra el muro en cuanto anochece. Beben cerveza Moritz, o naranjada Crush, marcas que dejaron de abastecer hace lustros. Las mujeres que deberían esperarles en casa hace tiempo que huyeron lo más lejos posible del barrio, del olor a Fundador en el aliento conyugal, y juraría que cuando Rosales echa la persiana metálica a eso de las once, ni uno solo de los jubilados que entraron hace veinticinco años ha tomado tampoco hoy el camino a casa, simplemente permanecen todos allí dentro, sentados o de pie, atravesando con la mirada el cristal, la puerta y el muro que Porcioles mandó construir, encerrándoles para siempre en el Bar Rosales. Están todos muy a gustito dentro.